Un Icono ecuménico de la redención abundante

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Tres autores redentoristas destacan entre los muchos que han escrito sobre el icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro durante los últimos 150 años. El primero de ellos es el padre Clemens Henze, de la entonces Provincia de Colonia[1], que publicó en 1926 una obra en latín titulada Mater de Perpetuo Succursu. Prodigiosae Iconis Marialis ita nuncupatae monographia (Madre de Perpetuo Socorro. Monografía sobre el prodigioso icono mariano así llamado)[2]. Esta obra, escrita hace casi noventa años, sigue siendo una referencia imprescindible. El segundo es el padre Fabriciano Ferrero, de la Provincia de Madrid, que dedicó su tesis doctoral, presentada ante la Facultad de Historia Eclesiástica de la Universidad Gregoriana de Roma, al estudio del icono. Su trabajo fue publicado en español en 1966 bajo el título Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Proceso Histórico de una devoción mariana. Esta obra es aún hoy la única tesis doctoral específicamente dedicada a nuestro icono. El mismo autor publicó en 1994 una obra dirigida a un público más amplio: Santa María del Perpetuo Socorro. Un icono de la Santa Madre de Dios, Virgen de la Pasión. Este libro es, en opinión de muchos, la mejor introducción seria al Icono de la Virgen de Perpetuo Socorro disponible hoy[3]. El tercer escritor imprescindible para el conocimiento histórico, artístico y teológico del icono es el padre Mario Cattapan, redentorista de la Provincia de Roma, autor de numerosos artículos[4].

Creo que  un cuarto erudito merece ser incluido en este selecto elenco de estudiosos que han hecho contribuciones significativas al conocimiento de nuestro icono: Matthew John Milliner, un historiador de arte norteamericano protestante. En 2011, Milliner defendió una tesis doctoral en el Departamento de Arte y Arqueología de la Universidad de Princeton (New Jersey, Estados Unidos) titulada The Virgin of the Passion: Developement, Dissemination, and Afterlife of a Byzantine Icon Type (La Virgen de la Pasión: Desarrollo, diseminación y vida posterior de un tipo de icono bizantino)[5].

El icono de la Virgen del Perpetuo Socorro pertenece a un tipo de iconos bizantinos llamado “Virgen de la Pasión”. La obra de Milliner reflexiona sobre las circunstancias históricas y los debates teológicos que dieron origen a la innovación iconográfica que supuso la aparición de este tipo de iconos en el mundo bizantino. Escribe al inicio de su tesis:

“Debido a su enorme proliferación por mandato papal, [esta imagen] es considerada como el icono religioso probablemente más popular del siglo veinte. Pero a pesar de la abundancia de estudios recientes sobre la Virgen María en Bizancio, ha habido poca investigación sobre lo que impulsó en primer lugar esta innovación iconográfica. Esta disertación estudia esta cuestión explorando cuatro temas relacionados con la Virgen de la Pasión en Bizancio: poder, pintura, sacerdocio y predestinación”[6].

El hecho de que Milliner sea un autor protestante, que ha querido especializarse en el estudio del arte ortodoxo con una tesis doctoral sobre un icono que es mundialmente famoso gracias a la acción misionera de una congregación católica, es un testimonio tanto del valor ecuménico de nuestro icono como del carácter global de la cultura en la que vivimos. Hoy, la Virgen del Perpetuo Socorro es venerada por cristianos de toda confesión y también –como dan testimonio los santuarios del Perpetuo Socorro en lugares como Singapur– atrae a su devoción a personas fuera del círculo de los bautizados.

Apoyándome en la tesis de Milliner y en el libro Teología del Icono, del iconógrafo y teólogo ortodoxo ruso Leonid A. Uspenski (1902-1987)[7], recientemente traducido al español, ofrezco en este breve ensayo una reflexión sobre el carácter ecuménico del Icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y el signo que es y está llamado a seguir siendo para la cultura globalizada en el que vivimos.

Para ello, presentaré en primer lugar una breve introducción al sentido de los iconos en la teología ortodoxa. Los iconos –dicen sus autores– no se ‘pintan’ sino que se ‘escriben’; el icono es una obra de teología visual y para apreciarlos debemos tener en cuenta el sentido que tienen para la tradición ortodoxa que les ha dado origen. En segundo lugar, trataré del nacimiento y desarrollo del tipo de iconos conocido como “Virgen de la Pasión” al que pertenece la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Por último, presentaré algunas reflexiones sobre el carácter ecuménico de nuestro icono y sobre el papel que puede jugar en la misión redentorista en el contexto actual de globalización.

I. ¿Qué es un icono?
Leonid A. Uspenski escribe:

“El icono no es una simple imagen, ni un elemento decorativo, ni siquiera una ilustración de las Santas Escrituras. El icono es algo más: es el equivalente al mensaje evangélico, un objeto de culto que forma parte integrante de la vida litúrgica. Esto explica la importancia que la Iglesia atribuye a la imagen; pero no a cualquier representación, sino a la imagen específica que ella misma ha configurado a lo largo de la historia en su lucha contra el paganismo y las herejías, a la imagen pagada con la sangre de un elevado número de mártires y confesores de la fe durante el periodo iconoclasta: al icono ortodoxo”[8].

En esta explicación sobre qué es un icono, descubrimos tres elementos:

En primer lugar, el icono tiene un carácter sagrado en la Iglesia ortodoxa. No es un mero elemento decorativo de los templos, ni solo un instrumento al servicio de la instrucción catequética de los fieles, aunque pueda también cumplir con estas funciones de manera colateral. Es presencia de lo que representa. Casi como un sacramento, comunica la gracia que viene de Dios.

En segundo lugar, no cualquier imagen religiosa es un icono: El icono ha de  responder a un canon. El pintor de iconos no es un artista que busca producir una obra original que lleve el sello de su genio personal. Todo lo contrario, mediante la ascesis y la oración, el iconógrafo trata de renunciar a su propio ego para poder producir una obra que sea plasmación de lo que el Espíritu quiera inspirarle. Con este propósito, el autor de un icono se somete los cánones de la tradición iconográfica de modo semejante a cómo un monje se somete a las reglas de su orden, para buscar así no su propia creatividad sino la del Espíritu que actúa inspirando a la Iglesia. De este modo el pintor de iconos se sumerge en un proceso creativo que va más allá de su propia individualidad e implica una comunidad que, a través del tiempo, vive un diálogo con aquellas realidades sagradas que trata de representar.

Por este motivo, cada icono pertenece a una cierta tipología, sigue un cierto canon. Esto no quiere decir, sin embargo, que sus autores sean simples copistas carentes de creatividad. Aunque los iconos de un cierto tipo se parezcan entre sí, no son meras reproducciones de un modelo, sino obras de una creatividad comunitaria que trasciende al individuo. El iconógrafo consumado no se limita a reproducir exteriormente un prototipo, sino que ha hecho del canon del icono una norma interior. Según Uspenski, “esto sólo puede hacerse a través del Espíritu Santo” [9].

El tercero rasgo que caracteriza la tradición iconográfica ortodoxa es que ella ha producido mártires: ha sido pagada con sangre. Durante los siglos VIII y IX los defensores de los iconos (llamado ‘iconófilos’) sufrieron una cruel persecución en manos de los iconoclastas. Esta grave crisis, que paso a detallar brevemente a continuación, acrisoló la devoción a los iconos y la convirtió en parte esencial de la forma de fe cristiana que llamamos Ortodoxia.

La persecución iconoclasta comenzó en el año 726 cuando el Emperador bizantino León III el Isáurico prohibió la veneración de imágenes. No pudiendo convencer al patriarca Germán de Constantinopla para que le secundara, le exiló, y puso en su lugar a un iconoclasta, Atanasio, que se rodeó de obispos de su misma tendencia. Muchos entre el pueblo fiel, la mayoría de los monjes y algunos sacerdotes y obispos se resistieron a la destrucción de las imágenes que se había decretado y se enfrentaron tanto al poder civil como a la jerarquía eclesiástica impuesta por él. En algunos casos, dieron testimonio de su veneración a los iconos con el derramamiento de su sangre, de manera similar a cómo los mártires unos siglos antes habían dado testimonio de su fe ante los emperadores paganos.

Los iconoclastas se enfrentaron no sólo con fieles dispuestos al martirio, sino también con teólogos preparados para el debate de ideas. Estos reflexionaron a fondo sobre lo que estaba en juego y expusieron las razones teológicas por las cuales no sólo es lícito sino necesario que la Iglesia produzca y venere los iconos.

Los iconófilos tuvieron un respiro cuando, en el año 780, subió al trono una gobernante afín a sus convicciones, la emperatriz Irene. Aprovechando esta coyuntura, se convocó en el año 787 el Segundo Concilio de Nicea, a la que acudieron teólogos y obispos de ambos bandos. Este concilio está considerado como el séptimo y último ecuménico de la Iglesia Indivisa y es reconocido por católicos, ortodoxos, y la mayoría de las tradiciones protestantes.

Los iconoclastas fundamentaban su rechazo de los iconos en pasajes del Antiguo Testamento que prohíben hacer imágenes de Dios. Efectivamente, según la Biblia Hebrea, el Dios único de Israel no pertenece a este mundo y, por ello, no puede ni debe ser representado por los creyentes, como hacen los paganos con sus ídolos. Frente a esta posición, los iconófilos argumentaron que, si bien en el Antiguo Testamento Dios prohibió que se hicieran imágenes, en Jesucristo Él mismo  había iniciado una nueva era, pues había asumido una forma visible. Por eso, representar a Cristo como verdadero hombre y verdadero Dios, lejos de contravenir el mandato divino, es una forma de dar testimonio de la Encarnación. En este sentido escribe san Juan Damasceno (675-749), uno de los grandes pensadores iconófilos, comentando los pasajes veterotestamentarios que prohíben la representación de imágenes:

“¿Qué se está indicando misteriosamente en estos puntos de la Escritura? Está claro que se trata de la prohibición de representar al Dios invisible. Pero cuando veas al que no tiene cuerpo hacerse hombre por tu causa, entonces harás representaciones de su aspecto humano. Cuando el Invisible, revestido de carne, se haga visible, representa entonces la semejanza de Aquél que ha aparecido… Cuando Aquél que, siendo imagen consustancial del Padre, se despoje de sí mismo y asuma la condición de esclavo (Flp 2, 6-7), limitándose así en cantidad y cualidad, revistiendo la imagen carnal, entonces píntalo… y expón a la vista de todos a Aquél que quiso hacerse visible. Pinta su nacimiento de la Virgen, su bautismo en el Jordán, su transfiguración en el monte Tabor… Pinta todo con la palabra y con los colores, en los libros y sobre las tablas”[10].

El Segundo de Nicea es considerado como la conclusión de los seis concilios ecuménicos anteriores, cuyo tema central había sido la Cristología. Estos seis concilios se esforzaron en formular con la mayor precisión posible que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios. Nicea II saca la consecuencia: Si es verdad lo que habían proclamado los anteriores concilios, entonces es lícito y necesario que Cristo sea representado en imagen. Negar esta posibilidad es ni más ni menos que negar la realidad de la Encarnación.  Comenta Uspenski:

“Ahora bien, tanto en su enseñanza como en sus prácticas, la iconoclasia socavaba la base misma de esta misión salvífica de la Iglesia. En teoría, la iconoclasia no renunciaba al dogma de la Encarnación; muy al contrario, los iconoclastas justificaban su odio al icono precisamente por una gran fidelidad a este dogma. Pero, de hecho, sucedía justo lo contrario: al negar la imagen humana de Dios estaban negando por extensión la santificación de la materia en general. Con ello renunciaban a toda santidad terrenal y llegaron incluso a negar la posibilidad de la santificación (deificación) del hombre. Dicho de otro modo, al rechazar las consecuencias de la Encarnación –la santificación del mundo material y visible–, la iconoclasia estaba minando la economía de la salvación. La encarnación del Verbo perdía de este modo su  sentido”[11].

La defensa del icono es una apología de la “santificación de la materia” que ha desencadenado sobre la tierra la Encarnación del Hijo de Dios. Los iconos visibilizan la posibilidad de que el ser humano y el mundo que habita puedan ser transformados a imagen de Jesús Resucitado en una nueva Creación. Esto es lo que estaba en juego en la lucha contra el iconoclasmo y por esta verdad dieron su vida los que la sacrificaron en defensa de los iconos.

Aunque victoriosos en el Concilio, la paz duró poco para los iconófilos. Con la ascensión al poder de León V el Armenio en el año 813, volvió a arreciar la persecución iconoclasta, que no cesó hasta que otra mujer, Teodora, subió como regente al trono imperial en el año 842. Ella tiene el honor de haber sido quien restableció en Bizancio, esta vez de manera definitiva, la veneración a los iconos. Para dar gracias a Dios por este triunfo de la recta fe, se celebró por primera vez en marzo del año 843 la Fiesta del Triunfo de la Ortodoxia.  Hasta hoy, cada primer domingo de Cuaresma, la Iglesia Ortodoxa conmemora esta solemnidad en su calendario litúrgico.

II. El proceso creativo de la Virgen de la Pasión

Cuando contemplamos la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, no estamos ante la obra de arte de un pintor individual. Este icono –como todos– es el resultado de la creatividad de una comunidad creyente que a través de los siglos ha ido dando forma a la tipología de la que participa.

Para Mario Cattapan, el icono de la Virgen del Perpetuo Socorro que se conserva en la iglesia de San Alfonso en Roma sería el ejemplar más antiguo de este tipo de iconos. Según este autor, la producción de esta imagen habría que situarla entorno al año 1000[12]. Fabriciano Ferrero, sin embargo, afirma que nuestro icono es una “Virgen de la Pasión”, una tipología cuyo ejemplar más antiguo es un fresco que se encuentra en Arakos –Chipre– y que data del año 1192[13].

El reciente estudio de Milliner viene a dar la razón al redentorista español. Según el autor norteamericano, el primer ejemplar de esta tipología se encuentra –como afirma Ferrero– en el Monasterio de la [Virgen] Santísima de Arakos (Panagia tou Arakos), cerca de la aldea de Lagoudera, en las montañas Troodos, en el centro de la isla de Chipre[14]. Lo que queda del monasterio es una iglesia de madera, declarada en 1985 por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad junto a otros templos de la región. En una inscripción sobre la entrada Norte, puede leerse que fue decorado en el año 1192.

Los frescos de Arakos se conservan en un excelente estado; entre ellos, se encuentra una imagen de María, de pie, con el niño en sus brazos; dos ángeles, a derecha e izquierda, le muestran los instrumentos de la Pasión. Este sería, según Milliner, Ferrero y otros expertos, la imagen más antigua de la Virgen de la Pasión. Esto no quiere decir, sin embargo, que las demás imágenes de esta tipología sean derivaciones de este ‘original’. Milliner sugiere más bien lo contrario: La existencia de imágenes parecidas del siglo XIII en distintos lugares de los Balcanes y en el Monasterio de Santa Catalina en Sinaí (Egipto) sugiere más bien que este motivo era conocido ya a finales del siglo XII en una amplia región bajo la influencia del Imperio Bizantino. Comenta Milliner:

“La búsqueda de un prototipo perdido puede resultar tan inútil como la búsqueda de una fuente textual única. Como hemos discutido arriba, el tipo parece ser más que la invención de un artista particular, y puede conectarse con el monasterio Kejaritomene de Constantinopla. Pero lo que no puede probarse no debería distraernos de lo que sí se puede demostrar: La Virgen de la Pasión es el resultado de una lenta cristalización de motivos que han ido filtrándose en la imaginería mariana bizantina durante siglos. Por ejemplo, un icono de la Virgen y el Niño en Sinaí es extremadamente parecido a la Virgen de la Pasión en Lagoudera”[15].

Milliner defiende la probabilidad de que la versión prototípica de esta imagen podría ser un icono, hoy perdido, que se encontraba en el Monasterio de Kejaritomene (‘Llena de gracia’, en griego), en Constantinopla. Esto es algo que no se puede probar, lo que sí puede demostrarse es que hay un desarrollo ‘colectivo’ de este tipo de imágenes que abarca tres continentes y más de tres siglos. Nos remitimos a la tesis doctoral del autor norteamericano para el estudio pormenorizado de esta evolución de la Virgen de la Pasión entre los siglos XIII y XIV[16]. Nos limitamos aquí a señalar su punto de destino: Según un amplio consenso académico, Andreas Ritzos (activo entre los años 1451 y 1491) dio a esta tipología su forma definitiva en la Isla de Creta.

Así pues, el Icono de la Virgen del Perpetuo Socorro es, muy probablemente, una obra producida en el siglo XV. No podemos precisar la fecha exacta de su composición, pero sí podemos afirmar –y esto es lo importante– que es el resultado de una tradición que combinó diversas intuiciones teológicas y estéticas en la imagen que hoy contemplamos. Según Uspenski, el período que él llama ‘post-iconoclasta’ y que abarca los siglos IX al XVI fue el más creativo en el desarrollo de los iconos[17]. Dentro de esa era, entre los siglos XI al XV, una comunidad de artistas repartidos por distintos lugares del Mediterráneo Oriental combinaron en un tipo de icono singular una serie de símbolos hasta crear la Virgen de la Pasión, una tipología de que la Virgen del Perpetuo Socorro encomendado a los redentoristas por el papa Pío IX es un precioso ejemplar.

III. Teología visual de la Redención

Cada uno de los elementos del riquísimo simbolismo del Icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro ha sido ampliamente comentado por una multitud de autores. Aquí voy a centrarme en una afirmación que defiende Milliner en su tesis y que me parece relevante para el significado de nuestro icono en el contexto actual. Según este historiador de arte norteamericano, “la Virgen de la Pasión es también una declaración sobre la predestinación”[18].

Puede parecer extraño que la predestinación sea uno  de los temas del icono de la Virgen de la Pasión. Milliner fundamenta esta idea en el hecho de que los pintores de la Virgen de Arakos diseñaron los frescos con los que decoraron la iglesia para mostrar el paralelismo entre la imagen de María y la de la Hetoimasia, una relación que aparece también en otros lugares. La Hetoimasia (que significa literalmente en griego ‘preparada’) es una imagen que representa un asiento vacío; éste es el trono ‘preparado’ por Dios para sentarse sobre él para juzgar el mundo al final de la historia. Representa de este modo el destino final de la humanidad. Según Milliner, en el templo de Lagoudera, “la Hetoimasia en la cúpula describe la intención salvífica de Dios más allá del tiempo, mientras que la Virgen de la Pasión abajo describe la misma intención activada en el tiempo”[19].

El juicio de Dios no es condena, sino salvación, justificación y santificación del ser humano. La predestinación a la que se refiere el programa iconográfico de Arakos y de otros lugares en los que aparece la Virgen de la Pasión no debe entenderse, según Milliner, en el sentido de la doctrina de la doble predestinación enunciada por Calvino. Juan Calvino (1609-1664), inspirándose en ideas de San Agustín (354-430), afirmó que algunos seres humanos están predestinados por Dios a la salvación; y otros, a la condenación[20].

Según Milliner, la predestinación a la que se refieren las pinturas bizantinas no debe ser interpretada según esta doctrina posterior, sino según la enseñanza ortodoxa expresada en las obras de los Santos Padres. En este sentido, cita a san Atanasio de Alejandría (296-373), quien afirmó que “[Dios Padre] preparó de antemano en Su Palabra, mediante el cual nos había creado, una provisión para nuestra salvación”[21]. La predestinación según la teología ortodoxa de los iconos no es doble, sino sólo de salvación. Dios no quiere que nadie se pierda: En Cristo, ha destinado a todos los humanos a la plenitud de vida. La imagen de la Virgen de la Pasión expresa de forma encarnada y visible esta voluntad salvífica universal.

La doctrina de la doble predestinación se infiltró en la Iglesia Católica por mano de un obispo católico belga, Cornelio Jansenio (1585-1638), un celoso defensor de la rectitud de las costumbres en una Iglesia que –según él– se había vuelto demasiado laxa en temas de moral. Haciendo una lectura muy particular de las palabras del evangelio, el jansenismo entendió que Cristo murió “en rescate por muchos” (Mc 10,45), pero no “por todos”:  Sólo una élite de cristianos iba a salvarse, los demás están predestinados a la perdición. Una consecuencia pastoral de esta teología era que sólo los muy puros debían participar de los sacramentos. Llevados por la influencia jansenista, muchos sacerdotes en los siglos XVII y XVIII negaban la absolución a los penitentes que –según ellos– no mostraban suficientes signos de conversión y masas enteras de fieles fueron apartados de los sacramentos.

Es bien sabido que San Alfonso María de Ligorio (1696-1787) fue no sólo un acérrimo enemigo del jansenismo, sino el autor que con su Teología moral puso fin a su perniciosa influencia en la Iglesia Católica, preparando así un renacimiento de la vida cristiana en toda Europa. La gran contribución de la teología alfonsiana es presentar a los fieles el rostro misericordioso de Dios, que no se cansa de perdonar, un Dios benigno que no quiere que nadie se pierda, pues es su voluntad que todos se salven.

Así llegamos a una feliz coincidencia: la Virgen del Perpetuo Socorro es invitación a creer en la voluntad divina de redención universal que se ha derramado abundantemente sobre la tierra en la vida, la muerte y la resurrección de Cristo.

María sostiene a Jesús que contempla los instrumentos de la Pasión. El sufrimiento y la muerte forman parte de la Encarnación. Cristo, que “se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,8), ha pasado –y de una forma superlativa– por donde todos hemos de pasar, pues ningún ser humano está libre de padecer y morir; pero su destino no fue la oscuridad de la nada, sino la resurrección. Con su mirada dirigida a nosotros, María en el Icono nos invita a participar de esta aventura que atravesando el dolor lo supera, hasta llevarnos –transfigurados en Cristo– al otro lado de la muerte, a la luz de la resurrección.

La predicación de la abundante redención está en el corazón de la misión redentorista. No puede haber una doble predestinación, pues en Dios no hay un sí y un no; en el Hijo de María encontramos sólo el sí de Dios a la humanidad. Esta intuición fundamental de San Alfonso se encuentra ya presente como expresión de la fe ortodoxa en el Icono de la Virgen del Perpetuo Socorro; y un estudioso protestante, Milliner, ha venido a recordárnoslo.

¿No es esto lo que debería unir hoy a todos los cristianos? Dios es amor y quiere el bien de toda la humanidad. La misión compartida de anunciar la misericordia de Dios debería aunar a todos los que amamos a Cristo y confesamos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. No debe extrañarnos que incluso personas que no han recibido el bautismo se sientan atraídas por la imagen del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, especialmente en algunos santuarios de Asia. Ella, la Madre de Dios, nos hace comprender que somos sostenidos en este camino de la vida que, pasando por el sufrimiento y la muerte, desemboca en la resurrección.

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[1] Ahora integrada en la Provincia de San Clemente.
[2] C. Henze, Mater de Perpetuo Succursu. Prodigiosae Iconis Marialis ita nuncupatae monographia, Collegium Iosephinum, Bonn 1926.
[3] F. Ferrero, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Proceso Histórico de una devoción mariana, Perpetuo Socorro, Madrid 1966; Santa María del Perpetuo Socorro. Un icono de la Santa Madre de Dios, Virgen de la Pasión, oPerpetuo Socorro, Madrid 1994.
[4] Precisazioni riguardanti la storia della Madonna del Perpetuo Soccorso: Spicillegium Historicum 15 (1967) 353-381; Nuovi elenchi e documenti dei pittori in Creta dal 1300 al 1500: Thesaurismata 9 (1972) 202-235; I pittori Andrea e Nicola Rizo da Candia: Thesaurismata 10 (1973) 237-282; I pittori Pavia, Rizo, Zafuri di Candia: Thesaurismata 14 (1977) 199-239;
[5] La tesis puede ser descargada legal y gratuitamente en formato PDF desde: http://dataspace.princeton.edu/jspui/handle/88435/dsp01wp988j82m (accedido el 13 de julio, 2015). El sitio-web del autor es: www.millinerd.com
[6] Milliner, o. c., i.
[7] L. A. Uspenski, Teología del Icono, Sígueme, Salamanca 2013.
[8] Ibídem, 27.
[9] Ibídem, 21.
[10] Citado por Uspenski, o. c., 40.
[11] Ibídem, 154.
[12] M. Cattapan, Nuovi documenti riguardanti pittori cretesi dal 1300 al 1500, en: Atti del II Congresso Internazionale Cristologico (1965), Vol II, Atenas, 1968. Citado por F. Ferrero, Santa María del Perpetuo Socorro, 100, nota 5.
[13] F. Ferrero, Santa María del Perpetuo Socorro, 100-101.
[14] Esta página-web del Departamento de Antigüedades del Gobierno de Chipre contiene algunas imágenes del monasterio y sus frescos, incluida la Virgen: http://www.mcw.gov.cy/mcw/da/da.nsf/All/9690D7CC438FE731C2257199003197BB?OpenDocument
[15] Milliner, o. c., 84.
[16] Ibídem, 69-96.
[17] Uspenski, o. c., 203-230
[18] Milliner, o. c., 132.
[19] Ibídem, 147.
[20] Es cierto que San Agustín puso enorme énfasis en afirmar que nos salvamos no por nuestras propias fuerzas, sino por la misericordia de Dios. Según el Obispo de Hipona, si nos salvamos será gracias enteramente a la gracia divina, pero él jamás afirmó que los que no se salvan se condenan porque Dios les había predestinado a la perdición.
[21] Citado por Milliner, o. c., 137.

P. Alberto de Mingo Kaminouchi, CSSR