A 60 años del Vaticano II, desde la renovación a la transformación liberadora

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(del Blog de la Academia Alfonsiana)

El inicio de la década del 60, del siglo pasado, desde la memoria histórica, fue un tiempo marcado por grandes desafíos. Fue un tiempo donde la paz había sido nuevamente puesta a prueba; los olvidos y marginaciones de la mayoría de la humanidad estaban a la orden del día, mientras una parte quería ir en búsqueda del progreso; las Iglesias estaban caminando muy diversamente, buscando caminos de renovación en medio de grandes resistencias.

A 60 años, sin que la historia se repita, lamentablemente nos encontramos con desafíos muy similares. Pero ciertamente no estamos en iguales o peores condiciones. Sea en la historia de nuestro mundo que en nuestras comunidades eclesiales, mucho ha ido cambiando; cierto, no sin tensiones, avances y retrocesos. Una celebración no es solo ni primariamente para despertar o desencadenar nostalgias, más bien es para asumir el camino recorrido –con sus luces y sus sombras- y seguir apuntando a mejores procesos de fidelidad creativa, en orden a seguir siendo -desde la fe cristiana- un lugar de diálogo, colaboración, servicio y solidaridad.

Recientemente, en el contexto de esta celebración, el papa Francisco, hacía un llamado a no ceder «a la tentación de la polarización», y a que «superemos las polarizaciones y defendamos la comunión». Porque todo ello no solo desgasta, sino que además pervierte la centralidad de la comunionalidad a la cual deberíamos tender, quitándonos sin duda alguna credibilidad. Polarizaciones que cada tanto reaparecen y se acentúan, y que de alguna manera estaban ya en tiempos del Concilio: entre aquellas personas que piensan que el Vaticano II ha traicionado la “verdadera tradición” de la Iglesia con sus ímpetus renovadores; y aquellas otras que más bien se han desilusionado de frente a lo poco que se ha hecho para salir del “invierno eclesial” y bien-aventurarse por una real “primavera de la Iglesia”. Es por eso que el papa Francisco ha querido encaminar su servicio pastoral mediante signos, palabras y acciones concretas que ayudasen a retomar las más hondas inspiraciones del Vaticano II. En este sentido, se ubica también la invitación a seguir caminando siendo una Iglesia sinodal, dinamizada en y desde la comunión, la participación y la misión.

Necesitamos una Iglesia que sepa poner su centralidad en la pastoralidad, en todos sus niveles y dimensiones, que sepa asumir sus errores y aprender de ellos. Una Iglesia que sepa escuchar y acompañar solidaria y proféticamente a las víctimas que genera nuestra historia y las que nuestras mismas Iglesias han generado, de diferentes formas. Una Iglesia que se reconoce vulnerable con los vulnerables, última con los últimos. Una Iglesia que, desde ellos y con ellos, sigue buscando emprender reales caminos de transformación liberadora. Este debería ser el real horizonte teológico de la Iglesia, de su quehacer teológico. En nuestro caso, el de la teología moral.

El Concilio, como fuerte instancia de renovación, optó por reubicar los verdaderos “centros” configuradores. Centros que debían ser realmente teológicos. Así, para la teología se propuso que la Escritura fuera su “alma” (“inspiración”; cf. DV, n. 24), de este modo, en el caso de la teología moral se abandonaría la inspiración legalista. Además, debía ser “cristocéntrica”, en el sentido de presentar la figura de Jesucristo como centro de la fe e inspiración de la razón humana, como modelo de nueva humanidad. Para que haya moral cristiana tiene que haber un horizonte teológico inspirado en el Dios cristiano. Todo ello ha sido más que justo y necesario. Pero, a la luz de todo el proceso de renovación posconciliar, podemos decir que, al mismo tiempo, dichas claves resultaron insuficientes. Las experiencias humanas y el mismo volver a las fuentes originarias de la fe cristiana, pedían algo más. Ese algo era perfilar mejor la centralidad y el espesor del horizonte inspirador. La centralidad no es solo Dios, sino el Dios de Jesucristo que entra en relación profunda con la humanidad, por eso la Iglesia sigue esta dinámica (cf. GS, n. 1; LG, n. 8). La centralidad está en la reciprocidad relacional, por eso está en las actitudes y configuraciones dialógicas, comprensivas y liberadoras. La moral cristiana no está solo ni principalmente para decir lo que está bien o mal, sino para ofrecer un horizonte desde el cual discernir y realizar las opciones y las adopciones de vida, lo más coherente posible con la propuesta salvífica de Jesucristo. Necesitamos una teología moral que asuma en serio la auténtica secularidad humana, escuchando sus razones, atendiendo a sus clamores y acompañando sus vulnerabilidades. Necesitamos una teología moral que asuma como mediación analítica, ante todo, la inter- y transdisciplinariedad; y en esta línea, que asuma en serio la renovación de su lenguaje, no solo para hacerlo más comprensible, sino para que sea fruto de una elaboración hermenéutica sapiencial y profética, un lenguaje que sea transformador y liberador de las consciencias y de las realidades desafiantes. Necesitamos una teología moral que asuma la “corpOralidad” (los cuerpos hablan y van escuchados, discernidos y acompañados), como lugar teológico primordial. En fin, necesitamos una teología moral realizada por diferentes actores y actoras de modo interrelacional, intercultural, inter-ecuménico e inter-religioso. Esperemos que podamos contribuir a una teología moral que siga dando reales y transformadores «frutos de caridad para la vida del mundo» (OT, n. 16) y, por sobre todo, que «ensuciándose las manos» no tema dar pasos que vayan más allá de la mera renovación, hacia una verdadera liberación humana, personal, social, estructural y sistémica.

p. Antonio Gerardo Fidalgo, CSsR

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