El camino de la humildad

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(del Blog de la Academia Alfonsiana)

La humildad es una de las virtudes cristianas más fundamentales. La falta de humildad no solo bloquea la maduración espiritual del individuo, es generadora de conflictos en la comunidad. Llegar a ser humilde debiera ser el deseo de todo creyente, pero se trata de una aspiración difícil de llevar a cabo. Entre otras cosas, porque, a diferencia de otras virtudes como la fortaleza o la templanza, en la virtud de la humildad no se puede avanzar a base de disciplina y fuerza de voluntad.

En la carta a los Filipenses, san Pablo nos muestra un camino. Filipos era una colonia romana en tierra griega. Era propio de la cultura romana la competición por el honor. Avanzar en el cursus honorum era una de las preocupaciones básicas del ciudadano romano y un hábito que no desaparecía sin más con el bautismo. Consciente de este problema, Pablo escribe: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,1-4).

No sé si el lector habrá tenido la misma experiencia que yo de haberse encontrado con personas de gran autoridad y sabiduría que le han sorprendido por su sencillez. En vez de hablarnos desde un pedestal se pusieron a nuestro nivel. Nos enseñaron con su ejemplo cómo la verdadera grandeza que no necesita imponerse sobre los demás. Por eso, cuando Pablo exhorta a los Filipenses a la humildad, pone delante de sus ojos el mejor modelo posible: Jesucristo. Les dice:

«Tened la misma actitud que Cristo:
El cual siendo de condición divina
no se aprovechó de ser igual a Dios
sino que se vació
tomando la condición de esclavo
asumiendo la semejanza humana
apareciendo como hombre.
Se humilló a sí mismo,
obediente hasta la muerte
y muerte de cruz.

Por eso Dios le exaltó
y le concedió el nombre-sobre-todo-nombre
de modo que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en el cielo, sobre la tierra, en el abismo
y toda lengua confiese:
Jesucristo es Señor
para gloria de Dios Padre» (Flp 2,5-11).

Hay una amplia bibliografía sobre este himno cristológico, uno de los testimonios más tempranos de alta cristología. Sin embargo, la intención de Pablo al citar este himno no era impartir una enseñanza dogmática, sino moral. En el contexto de la carta, es una invitación a adquirir la misma «actitud» que Cristo.

Cuando contemplamos a Cristo que se vacía (kénosis), que se abaja hasta hacerse uno más entre nosotros, nos embarga un asombro que nos eleva y al mismo tiempo nos hace más humildes, más transparentes a la gracia. Eso es lo que celebramos en Navidad. Contemplar a Dios abajado derrite nuestro ego. Así escribe san Alfonso: «Para contemplar con ternura y amor el nacimiento de Jesús hemos de pedir al Señor que nos dé una fe muy viva. Si entramos sin fe en la gruta de Belén no experimentaremos más que un afecto de compasión al ver a un niño reducido a tan pobre estado. […] Pero si entramos con fe y consideramos el exceso de bondad y de amor de que un Dios haya querido reducirse a comparecer, pequeñito infante, ceñido en lienzos, acostado en paja, llorando, tiritando de frío, sin poderse mover, necesitado de leche para vivir, ¿cómo es posible que no nos sintamos atraídos y suavemente obligados a entregar nuestros afectos a este Dios Niño, reducido a tal estado para hacerse amar?» (Meditaciones de Adviento, segunda serie, meditación XV)

Entregar nuestros afectos a Jesús en estas fiestas de la Navidad es una inagotable fuente de alegría y confianza. La contemplación de este Dios Niño nos conduce a la verdadera humildad.

p. Alberto De Mingo Kaminouchi, CSsR

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