La paradoja del sufrimiento

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(del Blog de la Academia Alfonsiana)

Esta situación de pandemia se ha convertido ahora en una realidad concreta para todos nosotros, que nos encontramos frágiles y, a veces, desorientados. En estos días, la humanidad necesita más que nunca los valores fundacionales de nuestra religión: fidelidad a Dios, amor a los hermanos, altruismo, compromiso con el bien común, solidaridad con los más necesitados, misericordia para todos. El virus nos tomó con la guardia baja, nos confinó en nuestros hogares, pero también nos hizo entender, de hecho, diría tocar, que todos somos parte de la única familia humana. Este mensaje conserva plenamente su validez no solo para los creyentes, sino para todos los hombres de buena voluntad. Hoy todos estamos llamados a remar juntos, a consolarnos y apoyarnos unos a otros.

Incluso el mundo bíblico de la sabiduría, representado por el libro de Job, cuestionó el significado del sufrimiento del hombre llamado Job. Todos nos sentimos un poco como Job, especialmente en estos tiempos de pandemia.

El libro de Job es una reflexión sobre el misterio del sufrimiento que golpea al inocente. Allí, la respuesta de los amigos de Job, a quienes les gustaría consolarlo empujándolo a reconocer una falla que en realidad no existe, no se sostiene. Job no obtiene explicación alguna sobre el misterio del dolor, sobre el porqué del mal, que en el contexto judío siempre se pretendió como un castigo, consecuencia de la maldad personal, pero aun así logra alzar la mirada hacia Dios. Trastornó su existencia. Job percibe que Dios tiene las riendas de su existencia. Es precisamente lo que nosotros, en estos días, debemos poder comunicar a quienes están abrumados por el dolor, o aniquilados por la pérdida de un ser querido o incluso simplemente perdidos ante hechos para los que no estaban preparados.

Frente al misterio del dolor y la muerte, las razones que sugiere la razón son de poca utilidad. Tampoco es reconfortante pensar que todos son corresponsables, al menos en parte, de su propio destino.

En el Antiguo Testamento los acontecimientos naturales, las catástrofes y las guerras, como cualquier otro acontecimiento adverso, se atribuían a la voluntad castigadora de Dios y el pueblo, incluso el individuo, tenía que buscar en su propia vida y en la de su familia el motivo de la desgracia. Fue una clave interpretativa que hoy nos parece simplista, pero que permitió a los israelitas dar orden a la existencia, reconociendo responsabilidades precisas, y también les permitió sufrir pasivamente, sin protestas, el castigo, destinado a ser un medio de purificación. También permitió a los desafortunados, lo que es más importante, retroceder, cambiar de rumbo y regresar al Señor. En esta perspectiva, las pruebas del éxodo, las derrotas de la guerra, la destrucción de Jerusalén y la pérdida de la tierra podrían entenderse como la manifestación de la justicia y la misericordia de Dios.

Esta forma de pensar no convence al hombre de hoy porque contrasta con la imagen de un Dios que, en cambio, nos agrada más considerarlo misericordioso e infinitamente paciente. Ahora es el momento de preguntarnos si los sufrimientos que tenemos que afrontar tienen también un sentido de purificación, desde un enfoque de la vida marcado por el egocentrismo o incluso la autorreferencialidad. Dios, de hecho, no puede permitir la muerte de aquellos que han permanecido fieles a su pacto. Él tiene tiempos diferentes a los tiempos del hombre y así, en los tiempos de Dios, los justos recibirán la recompensa por su justicia y los malvados comprenderán el alcance de sus errores y pecados, para usar otro término ahora pasado de moda. Quien cree y confía en él sabe que la muerte no tiene la última palabra porque con la muerte no se nos quita la vida, sino que se transforma.

Padre Gabriel Witaszek, CSsR